Lo más difícil de vivir en un mundo de estereotipos no es que te señalen por no ser la mujer más bella. Lo verdaderamente duro es aprender a amarte y reflejar tu esencia y fuerza cuando te miras al espejo. Esta es la historia de cómo me abandone y mi peor enemigo me ayudó a reconocerme y amarme nuevamente.
¿Hace cuánto no te miras en el espejo?
Yo tardé casi cinco años en hacerlo.
Era difícil intentar reconocer en ese reflejo a la mujer que alguna vez fui. Me abandoné sin darme cuenta, de poco a poco entre el trabajo, la maternidad, la rutina y un millón de problemas por resolver. Estaba ahí, pero perdida.
La rutina y el desinterés personal me llevaron a ese punto. ¿Les ha pasado?.
Mi hija nació durante la pandemia. Me volví experta en salir con lo mínimo: ropa limpia, el cabello cepillado y con lo más importante en ese momento, el cubre bocas. Así sin más, el cubre bocas se convirtió en mi principal cómplice: nadie me podía ver.
Algunos decían que ahí se notaría qué mujeres se pintaban para sí mismas y quién para los demás. Yo, en mi mente rebelde, pensaba: “a mí no me gusta maquillarme, mi cara es bonita”. Y con eso me bastaba. O eso creía.
La pandemia terminó… pero yo seguía igual. Despierta, vestida, pero ausente. Me levantaba, vestía y cepillaba mi cabello… me maquillaba con un espejo de mano que solo dejaba ver mis ojos y boca. Nunca un rostro completo.
Me convencí de que era libre. Ya no era esa adolescente que cada semana me pesaba para no subir de peso, (siempre fui ‘la gordita de la familia’) y gustarle al ‘chico guapo’ que nunca me miró.
La realidad
Hasta que un día, en una fiesta familiar, alguien tomó una foto. Y Ahí estaba yo, cargando a mi hija junto a los festejados. Y al verme… no me reconocí: El cabello muy largo y desarreglado, mi rostro apagado y mi cuerpo ya no era el que recordaba.
Al lado de la energía de mi hija… yo no tenía cabida.

La confrontación
Cuando llegué a mi casa, vi el espejo. Al principio de lejos. Luego me fui acercando poco a poco y me obligue a verme… me costó mucho levantar la cabeza y centrar la mirada en mí. Y ¿saben qué? No me gustó nada de lo que vi.
No sólo era descuido físico. Era la ausencia de mi esencia, de mí en mi propia vida. No era la mujer con la que alguna vez soñé que me convertiría. Me perdí en el camino.
Descubrí que en realidad no me miraba desde hacía años. Me esquivaba, bajaba la mirada cada vez que pasaba junto al espejo, me volteaba de espaldas para cepillarme y no ver mi reflejo.
Me había convencido de que tenía una autoestima fuerte, pero en realidad era un escudo. Una falsa aceptación que escondía lo más doloroso y triste: me perdí.
Y perderse a una misma, es lo más difícil de superar.
A mis 38 años, entendí que no se trataba de lo que otros ven en mí, sino de cómo me sentía conmigo misma. Y yo simplemente, ya no me sentía feliz.
Una vez que me reconocí, me propuse que esta vez sería distinto:
Cuidaré de mí, me pongo la ropa que siempre quise usar sin miedo a ser juzgada, pintaría mi cabello, usaría labiales raros y divertidos. Me veo al espejo con la cabeza en alto y me regalaría una sonrisa.
Haría lo que nunca tuve tiempo de hacer por mí: amarme y consentirme.
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